Cafarnaúm, la película que muestra cómo algunas infancias son sepultadas por el caos y la indiferencia
Estos días en los que la nostalgia revive con ganas, me encuentro leyendo El viento conoce mi nombre, de Isabel Allende, libro que me deja aún más la piel de gallina al viajar entre historias desgarradoras de migrantes y caminar por esos zapatos desgastados con un único destino: la dignidad. Todo ello me remite a la película Cafarnaúm, de la libanesa Nadine Labaki (Caramel), nominada al Oscar en la categoría de Mejor Película Extranjera en 2019.
Sabemos que no ganó, pero dejó una cicatriz ardiente en el talón de Aquiles de gran parte del mundo. Hablo de la falta de empatía cuando se trata de vidas extremadamente complejas. Para muchos migrantes, haber nacido es una faena. Esta es la premisa de Cafarnaúm, tan incómoda y dolorosa como necesaria, para poner un alto a la retroalimentación de la ignorancia.
La película, cuyo nombre viene de una ciudad bíblica que significa caos, nos traslada a las calles de Beirut para conocer a Zain, un niño de unos 12 años, que no tiene ni identidad. Sus padres nunca lo registraron tras su nacimiento. El pequeño es interpretado por Zain Al Rafeea, un refugiado sirio que Labaki descubrió en las calles de Beirut-como el resto del elenco- y cuya historia de vida no dista del argumento de la cinta. Cada interpretación es, por ende, maravillosa y naturalmente genuina.
Zain, en Cafarnaúm, emerge como una silueta olvidada por sus padres, por la comunidad internacional-que pierde de vista la urgencia- y por circunstancias que le arrebatan la oportunidad de ser visto. El pequeño demanda frente a un tribunal a sus progenitores por haberlo traído al mundo y desecharlo como una colilla. La pareja, miserable por dentro y por fuera, no tiene donde caerse muerta pero eso no los limita para tener hijos y venderlos como mercancía para llenar sus bolsillos de dinero sucio, tal es el caso de la hermana del protagonista.
El largometraje, que se va construyendo hasta llegar al juicio final, revela así las profundidades de la desesperación, captura la realidad de la pobreza extrema, la falta de acceso a la educación y la explotación infantil en los barrios marginales de Beirut. La cinematografía de Labaki es vibrante, los planos en picado de la ciudad son espectaculares y refuerzan la narrativa con una perspectiva única de las barriadas para mostrar la complejidad y el caos del entorno.
Todo acompañado de la música hermosa y acertada de Khaled Mouzanar, esposo de la directora y quien también compuso la banda sonora de Caramel. Sus piezas instrumentales amplifican las emociones de los personajes y las nuestras porque se nos hace un nudo en la garganta al adentrarnos en esta realidad desgarradora.
No obstante, en esta travesía hay cabida para la ternura cuando Zain conoce a su nuevo compañero con el que transitará las calles más ásperas de la vida. Se trata del bebé Yonas, hijo de Rahil (Yordanos Shiferaw), una etíope que trabaja ilegalmente como limpiadora y acoge en su humilde morada al protagonista cuando este huye de casa. Desafortunadamente, llega un punto en el que, por su situación migratoria y económica, tampoco puede hacerse cargo de su pequeñín y Zain, con una madurez admirable, lo cuida mejor que muchos adultos, regalándonos momentos de lo más conmovedores y tiernos.
En definitiva, Cafarnaúm no es la película más recomendada para estas Navidades, pero insisto en que es una experiencia cinematográfica necesaria. Estoy, de hecho, muy agradecida de haberme topado con ella y, gracias al poder del séptimo arte de dar visibilidad a estas historias, me alegra saber que el desorden cobra su orden. El joven actor vive feliz en Noruega, mientras reconstruye los pedacitos de su infancia robada.
La determinación y resiliencia del protagonista no se ganaría un Oscar, pero deja una marca imborrable en nuestra memoria, pues en cada rincón del planeta, hay historias como las de Zain esperando a ser escuchadas.