Esta semana les hemos ofrecido una serie de artículos que dejan claro que, pandemias más, pandemias menos, el tema del encierro voluntario a nivel mundial ha potencializado la proliferación y solidificación de plataformas digitales que no sólo ofrecen productos locales en sus catálogos, sino que importar y exportar lo mejor de cada país ha demostrado ser una rotunda fórmula de éxito. Basta con preguntar a la producción de El juego del calamar, La Casa de Papel, Maradona: Sueño bendito, Dark y hasta ROMA.
¿Cómo se internacionalizó el anime?
Más que fronteras, se abren mentalidades
Y no lo tomen a mal quienes, como el autor de este artículo, son grandes aficionados a la animación japonesa. Es cierto que mentes avanzadas a su época como Carl Macek (EUA), Julio Fedel (Argentina) y Carlos Amador (México) tuvieron la visión de importar anime desde los años 70/80, cambiando por completo a toda una generación con joyas como Robotech (Macross), Candy Candy, Astroboy, Speed Racer y Mazinger Z.
Pero, con excepciones como adaptaciones de novelas occidentales como Marco, El Gato con Botas (de donde sale la mascota de Toei, curiosamente), Heidi, Ruy el pequeño Cid y Remi, el televidente occidental debía tratar de entender conceptos de cultura japonesa totalmente desconocidos –y en algunos casos hasta inexplicables– como aquél anime del Genio en la botella, Gigi, Kum Kum el niño cavernícola y hasta algunos temas metafísicos en Mazinger Z y Astroboy.
Pero los años pasaron y con el romance entre Hollywood y Studio Ghibli comenzó a “derretirse el hielo” saltando del nicho a públicos más amplios, aunque sin perder el misticismo y sentido de propiedad en películas tan complejas como El viaje de Chihiro o El castillo vagabundo.
El salto cuántico de Demon Slayer y Netflix
Tiempo después llegarían joyas no-Ghibli como your name., A Silent Voice y Sword Art Online con distribución Latinoamericana por parte de nobles compañías como Genco y Konnichiwa!, consiguiendo respetables números en salas de cine de varios países al sur de América.
Pero es hasta este último lustro donde se ve con más claridad la expansión. Por un lado, el fenómeno mundial que logró Demon Slayer: Mugen Train rompiendo récords de taquilla incluso en fechas y países con pandemia en boga. La mina de oro de franquicias como Pokémon, Hello Kitty y Attack on Titan han generado mayores ganancias FUERA de Japón que dentro de aquella región, lo cual ha hecho que tanto compañías como directores, escritores y productores se esmeren más por “contenidos globales” o al menos de mayor comprensión para nuestra cultura, sin estar exentos de fallos como la terrible escena del mecha de monos en Batman Ninja o las geniales demencias de Pop Team Epic.
La muestra de este cambio es justo la compra de Crunchyroll por parte de Sony, las múltiples alianzas de Netflix con estudios japoneses y hasta la decisión de Funimation de estrenar TAMBIÉN en cines en nuestra región, y no sólo en su plataforma. ¡Es porque hay negocio, y las historias de anime se vuelven cada vez más universales!
Es decir, siempre habrá tramas extrañas como Sonny Boy o Gakkō no Kaidan. Pero el que Japón y su industria esté abriendo sus puertas al mundo es algo que, a la postre, será un “ganar-ganar” para todos.
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