En el Día Internacional de la Luna, exploramos el enfoque emocional, existencial y antiepicista de First Man, la obra más sombría de Damien Chazelle.
Cada 20 de julio se conmemora el Día Internacional de la Luna, recordando aquel momento de 1969 en que Neil Armstrong pisó la superficie lunar con la célebre frase: “Un pequeño paso para el hombre, un gran salto para la humanidad”. Ese salto —épico, heroico, histórico— fue reinterpretado por Damien Chazelle en El primer hombre en la Luna, no como un acto glorioso, sino como un descenso al interior de un hombre quebrado.
Olvídese de las fanfarrias. En lugar de bandera y orgullo, El primer hombre en la Luna ofrece silencio, duelo y aislamiento. Y en ese enfoque intimista y existencial radica su poder —y también, quizás, la razón de su fría acogida crítica y comercial.
Chazelle, conocido por la vibrante La La Land, sorprendió al mundo con esta película contenida y austera. Con Ryan Gosling como un Neil Armstrong emocionalmente hermético, El primer hombre en la Luna se aleja de la típica narrativa patriótica del cine espacial (como Apollo 13 o The Right Stuff) y apuesta por una mirada humanizada, dolorosa y casi claustrofóbica.
La Luna no aparece como una conquista geopolítica, sino como una especie de purgatorio personal. A cada paso de su carrera como astronauta, Armstrong arrastra consigo una herida: la muerte de su hija Karen. Y en lugar de usar la ciencia o la gloria nacional para llenar ese vacío, El primer hombre en la Luna muestra cómo el viaje al espacio se convierte en una forma de evasión emocional.
La figura de Armstrong, tal como se presenta aquí, encarna una masculinidad estoica y contenida, característica de los héroes tradicionales del siglo XX. Pero Chazelle no la celebra: la observa con cierta distancia crítica. Gosling interpreta a Armstrong como un hombre incapaz de expresar sus emociones, encerrado en una coraza de control que afecta su vida familiar, especialmente su relación con su esposa Janet (Claire Foy).
Lejos de ser una caricatura del “hombre fuerte”, Armstrong se muestra como un sujeto frágil que no sabe cómo lidiar con el dolor. La película sugiere que su viaje a la Luna no es tanto una ambición científica como una vía de escape emocional. Así, el espacio exterior se convierte en una extensión del espacio interior.
Uno de los aspectos más profundos de El primer hombre en la Luna es su tratamiento del duelo. La muerte de Karen se instala en el corazón de la narrativa, no como un evento trágico aislado, sino como el núcleo emocional de la película. Armstrong no habla de ella, pero la lleva consigo en cada misión, en cada silencio, en cada mirada.
El momento más poderoso del filme ocurre durante el alunizaje, cuando Armstrong deja caer una pulsera de su hija en un cráter lunar. No es una escena real confirmada por registros históricos, pero sí una licencia poética que da sentido a toda la narrativa: este no es solo el relato de la carrera espacial, sino de un padre que necesitaba dejar algo atrás en el lugar más distante posible.
El primer hombre en la Luna no es solo una película sobre astronautas. Es también una obra sobre el existencialismo, sobre la insignificancia del ser humano frente al universo. La cámara de Chazelle, en lugar de abrirse al espacio como en otras cintas del género, se enfoca en lo íntimo: temblores en una nave, respiraciones entrecortadas, planos cerrados del rostro de Armstrong.
La vastedad del cosmos no produce aquí asombro, sino angustia. Y cuando finalmente llegamos a la Luna, no hay música triunfal ni lágrimas de júbilo. Solo un silencio sepulcral, una imagen desoladora y la sensación de que, incluso al otro lado del universo, el dolor sigue estando presente.
Pese a su impecable factura técnica y su mirada innovadora, El primer hombre en la Luna fue ignorada por muchos. En los Premios Oscar de 2019 solo ganó por efectos visuales. Ni Ryan Gosling ni Claire Foy fueron nominados. Damien Chazelle, tampoco. Las razones pueden ser varias: desde el tono frío y anticomercial del film, hasta la controversia artificial por no mostrar explícitamente la plantación de la bandera estadounidense en la Luna.
Muchos esperaban una epopeya vibrante, y se encontraron con una elegía silenciosa. Una obra que rehúye la nostalgia y pone en crisis la idea misma del héroe. Y eso, aunque más honesto, también es más incómodo.
En una era donde la exploración espacial vuelve a estar en la agenda (con misiones a Marte y el regreso planificado a la Luna), El primer hombre en la Luna se mantiene como una obra imprescindible para recordar la dimensión humana detrás de los logros tecnológicos. No fue solo una carrera política. Fue también una colección de cuerpos frágiles, familias afectadas y mentes perturbadas por la pérdida y la presión.
Este 20 de julio, en el Día Internacional de la Luna, tal vez valga la pena volver a mirar esta película, no como una crónica heroica, sino como una meditación fílmica sobre lo que dejamos atrás cuando intentamos tocar las estrellas.