¿Quién dijo que los vampiros viven vidas sin amor? El problema es que el amor muere antes de que muera el cuerpo, y un vampiro sabe trágicamente que el amor no es eterno.
Siempre me leen diciendo que el expresionismo alemán es progenitor directo del terror más gutural basado en el stimmung (atmósfera, ánimo) que crea los cimientos para una buena película de terror. No es coincidencia que la cinta Drácula de 1931 con Bela Lugosi sea heredera directa de esas sombras y oscuridad que representaba la corriente artística alemana después de la guerra. Estados Unidos recibía inmigrantes y exiliados alemanes, entre ellos muchos directores de arte, guionistas, director y músicos que tenían como principal influencia esas películas que dieron fama al expresionismo alemán como El Golem (1920) o bien El estudiante de Praga (1926). Por eso, ahora que Pablo Larraín estrena en Netflix su nueva película El Conde, me sorprende que lo haya hecho desde el vitral del expresionismo.
Sin querer, Larraín realiza una sátira bien elaborada sobre un personaje controversial como lo es Augusto Pinochet, dictador que mantuvo a Chile encadenado por 40 años bajo un poder empobrecedor. El director también ocupa al vampiro para hacer de su personaje principal un villano por naturaleza, y es ahí donde radica la sátira, el sarcasmo como la burla a un político haciéndolo ver como si fuera de lo más natural cometer el genocidio de más de 40 mil personas.
Ahora, si bien el director ocupa la sátira para darle tono a su película, también hace uso de un narrador de cuentos para relatarla. Esta combinación proporciona el tono y la intención fantástica, pero el expresionismo intensifica el horror de los hechos de Pinochet. Larraín crea su película más violenta y sangrienta hasta la fecha y no de manera gratuita: va con el firme propósito de perfilar a Pinochet como la figura sanguinaria que fue a través de la leyenda del vampiro.