Alejandro G. Iñárritu es un director en toda la extensión de la palabra: de hecho y omisión. Porque se sabe narcisista. Se conoce egoísta y lo disfruta; también ama a quienes lo critican porque sabe que lo adoran en silencio. Se castiga a sí mismo por este incesante hambre de atención que después vomita como cualquier ególatra bulímico empedernido. Ama a su país porque es extraordinario, violento y cálido, racista y condescendiente, pero lo odia porque mata todo lo en este se gesta, como sueños, ganas, planes y también a su gente. Ama a los Estados Unidos porque ahí le dieron de comer a su ego, aunque acribillen a sus paisanos en la frontera, pero los odia porque ahí detestan al mexicano promedio, al que busca una vida distinta y aspira a realizar el sueño que él mismo ya alcanzó.
Así mismo, en cuanto a su trabajo, lo ama al ponerlo en el foco de la atención; de este modo le restriega en la cara a todos los que lo criticaron por pretencioso que son unos conformistas, que ahora lo destrozan para no tragarse sus elogios, y los odia porque debe demostrar que podía hacerlo y que tenía razón: que era y es un “chingón”. Ama los premios porque son las croquetas que le dan comer pero los odia al ser el premio de consolación de todo un país de soñadores que se ahogan en un río para cruzar y alcanzar sueños.
Bardo (falsa crónica de unas cuantas verdades) es eso: una película de un “pinche director mamón” (¿y qué tiene de malo serlo?). Alejandro G. Iñárritu logra su mejor trabajo hasta la fecha: personal, onírico, visualmente grandilocuente, insoportable, adorable, histórico, narcisista, malinchistas, whitexican y todo; escrito y pensado desde una esfera de privilegio a la que él mismo llama “realidad pasteurizada”.